miércoles, 19 de junio de 2013

Grafitos históricos (17). San Pedro de la Nave, «cifras que son letras»

Por José Miguel Lorenzo Arribas
Según el Diccionario de autoridades de 1729, muy preciso en el lema cifra, este se define como:
Modo u arte de escribir, dificultoso de comprehender sus cláusulas, sino es teniendo la clave, el qual puede ser usando de characteres inventados, o trocando las letras, eligiendo unas en lugar de otras, a que se suele añadir unas en lugar de otras, a que se suele añadir [sic], quitar algunas letras y suplir su falta con números, como en lugar de a poner un 4 u otro número. También puede ser enlazando las letras, que muchas veces son las primeras de los nombres y apellidos de las personas, que gustan traherlos gravados, pintados o bordados, en armas, carrozas, reposteros y en otras cosas.
A la vista de los anagramas antiguos, textos realmente cifrados, podemos reírnos de los sudokus o pasatiempos que con letras o números nos entretienen hoy. Ahí tenemos los fascinantes que contienen el nombre de Flámula en los medallones del friso del testero del ábside de Santa María de Quintanilla de las Viñas (Burgos), nombre descifrable por estar inscrito también en el interior del templo en caracteres, ahora, legibles. Como este, se pueden aducir mil y un ejemplos que nos han llegado en forma de caracteres paleográficos y epigráficos del periodo medieval.
Una iglesita de cronología similar a la burgalesa es la de San Pedro de la Nave (El Campillo, Zamora). La cara exterior de su maciza sillería es un palimpsesto de inscripciones, grafitos y huellas del paso del tiempo, a pesar de que, como si de una damnatio memoriae se tratase, «los muchachos con navajas y hierros han quitado las letras» —se advierte en uno de los libros parroquiales en 1815—, lo que en el fondo supone la pervivencia de una tradición que conocemos bien, ya practicada en tiempos de Maricastaña y aun antes.
A modo de grafito, una de las incisiones de esta iglesia realizada en la mitad izquierda —según miramos— de un robusto sillar fotografiado cuando le da el último sol de la tarde, muestra uno de estos anagramas. De por sí los medievales son un auténtico rompecabezas, algunos casi imposibles de restitución si no tenemos información previa del nombre al que se pueda referir la inscripción. Es el caso.
Hemos de proceder con metodología de oculista cuando está graduando la vista de un paciente, y comenzar a deletrear lo que vemos. Así conseguiremos hacernos con el universo de caracteres al que hemos de dar sentido. En la parte superior del anagrama distinguimos P, O, S y L. La cruz quizá componga una T. En la parte central parece leerse C (o I) y una P. Más abajo, A, V y H. Como en un concurso televisivo, el investigador coloca sus letras, dispuesto a combinarlas hasta dar con algo que tenga sentido:
P, O, S, L, T?, C/I, P, A, V, H
Y a partir de aquí, si no hay datos contextuales, es la soledad frente al papel, ante la arbitraria sopa de letras. Un galimatías al que acosa la impotencia, por lo general, ya que el orden de los caracteres y su disposición también nos es desconocido, así como el número de abreviaturas que contiene. No ha habido respuesta entre admirables especialistas que han estudiado este anagrama a la hora de leer un nombre propio, que es lo que se espera de estos grafitos. No la tengo yo tampoco.
Se abre el turno de hipótesis. Suerte.